¿Qué diría usted si alguien se le
acerca y le confiesa que va a matar a un hombre y que ese hombre es usted
mismo? Haría lo que haríamos la mayoría: intentar salir indemne de ese
encuentro e ir corriendo a la comisaría más cercana en busca de protección.
Martín no podrá hacerlo así, al
menos no la segunda parte. Él es sacerdote, escucha esa revelación a través de
la celosía de un confesionario y está obligado a callar por sigilo sacramental.
Así las cosas, comienza a realizar
sus propias pesquisas, sin ayuda, sin consuelo y sin esperanza. Pero no será
únicamente su vida la que está en peligro. Un asesino anda suelto y la policía comienza
a investigar. Este será el cruce donde se encuentren los caminos del Padre
Martín y el inspector Arteaga, dos temperamentos dispares que necesitarán
tomarse su tiempo para acoplarse.
El primero, un hombre de Dios,
acuciado por su temor terrenal, su confianza en el Altísimo y su sagrada
obligación de secreto que le impide revelar que él mismo es el objetivo de un
asesino e, incluso, le impide dar pistas acerca de lo escuchado en confesión y
que podrían evitar el sufrimiento y la muerte de otros. Se debate entre lo
divino y lo humano, se retuercen sus cimientos entre el ansia por vivir y la
obligación contraída ante Dios y los hombres.
El segundo, un hombre de mundo,
un lobo solitario de escasas habilidades sociales. Un tipo duro y honesto, que
no cejará en la búsqueda del asesino a pesar de las zancadillas, los obstáculos
y las falsas pantallas.
Dos personajes con un elevado
concepto del deber, que viven en paralelo en mundos muy distintos. Este
paralelismo entre ambos personajes se manifiesta, también, en el momento de
debilidad que ambos tienen. El sacerdote querrá abandonarlo todo, huir, su
miedo al sufrimiento humano gana la batalla a su conciencia; el inspector,
obligado por las circunstancias, abandonará momentáneamente el caso volviendo
después a él haciendo caso, precisamente, a esa conciencia.
Falta el tercero en discordia, el
propio asesino. Una voz sin rostro, un
personaje atípico durante la trama. Un elemento central, con muchísimo peso,
pero conocido sólo por sus actos y sus palabras. Nada se sabe de él hasta casi
finalizada la trama y, sin embargo, se hace presente para el lector en cada
sombra, en cada momento de soledad del padre Martín o en cada representación
escénica cargada de símbolos cuando deja una nueva víctima. La tortura y la
muerte son su forma de expresarse.
Completado el trino, el resto de
personajes que conforman la unidad necesaria de la historia son eso,
secundarios aunque necesarios. Bien trazados y cumpliendo su función narrativa,
nos dan las pautas para ir barruntando un buen cierre de la trama.
Una novela de lectura ágil y
fluida que, si bien no es trepidante, mantiene el interés hasta el final.
“Lo
que se sabe bajo confesión es como no sabido, porque no se sabe en cuanto
hombre, sino en cuanto Dios”. Santo Tomás de Aquino
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