Bukowski el maldito. Sus lectores podrían dividirse en dos
grupos, los que lo aman o los que odian…,
y después están los gallegos. De cada uno de los grupos conozco adeptos. Por mi
parte diré que no lo amo.
El libro recopila una serie de relatos cortos, diecinueve,
en los que hay una gran parte autobiográfica y más de lo que Bukowski ofrece en
sus desvaríos alcohólicos, en definitiva, el llamado realismo sucio.
Un desfile de personajes, casi todos ellos desgraciados y de
la más baja calaña se suceden en estas historias que se nos presentan con una
grafía anárquica, evitando, en ocasiones la puntuación. Uno no sabe si producto
de una estudiada rebeldía – ejemplo de ello tenemos en la literatura española –
o, tan sólo, producto de una de las miles de borracheras que de él se cuentan y
que el propio autor reconoce.
Leer a Bukowski es estar preparado para cualquier cosa,
excepto para la estética. Es verdad que entre tanto semen, vómito y sangre se
cuelan magníficas reflexiones, de una dureza que casi duele, pero se pierden
pronto en ese mar de inmundicias que nos muestra en sus composiciones, en
detrimento de las profundas críticas sociales que hace. Aunque lo tiene, y no
es baladí, se pierde el fondo en la forma.
Siendo muchos los que
lo aclaman, y muchos de ellos grandes entendidos en materia literaria, quede
claro que esta no es una crítica literaria, sino una humilde opinión; que uno
no tiene que entender de vino para saber si un caldo le gusta, o no.
Es de los autores a los que hay que leer, al menos, una vez
en la vida. Cada uno decidirá si continúa su lectura o prefiere cambiar de
aires. Allá cada quien.
Para mí, quedan las palabras del tío Cándido de Valera…: “quien
no te conozca, que te compre”. Pues eso.
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